
Quería recordar los años que tuve la fortuna de tener la amistad de Manuel Marzal y solo alcancé a recordar que entonces estaba en la edad de la ilusión a la vuelta de la esquina y la rebeldía agazapada en las palabras. Solamente pude recordar las muchas veces que no asistí a clases por una de esas improntas poética que luego corría a mostrar a este amigo tan sabio como paciente. Hablábamos de todos los temas en especial de mi crisis de fe, de los indigenistas y de mi lectura “El judío errante”. Devotamente compraba todos sus libros. Nunca se lo dije. Como tampoco te dije, querido Manolo, la profunda admiración y cariño que siempre me inspiraste. Muchos de los escritos de esos años fueron posibles porque siempre tenía un indeclinable oyente. Tus consejos fueron verdaderas profecías. Y es que Manuel Marzal tenía un notabilísimo talento para concertar la confidencia. Extremeño de nacimiento, Manolo dedicó la vida a ejercer un magisterio de amor al Perú, a su fe y a su carrera. Lo extrañé muchas veces cuando dejé las aulas y pocas veces regresé a su amical abrazo. Hubo ocasiones en que me bastó tomar entre las manos el diminuto libro de latín que cierta vez me regaló para escuchar el reconfortante saludo “Cómo estás chica feliz”. Manolo, tus profecías se cumplieron y, ahora, cansada de estrellarme frente a las mismas cascadas, he decidido convertirme en la “chica feliz” que tantas veces saludaste y que por siempre guardará tu recuerdo.
Fotografía tomada de eventos antropológicos pucp.
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