
El 15 de junio celebramos el día del padre. Es un día que, particularmente, me conduce a preguntarme sobre los estilos de paternidad. Uno de esas formas es la que, a continuación, presentamos en palabras de Franz Kafka y que, lamentablemente, no es un estilo insular de paternidad.
Querido padre:
"Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo.
Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el
miedo que te tengo, y en parte porque en los fundamentos de ese miedo
entran demasiados detalles como para que pueda mantenerlos reunidos
en el curso de una conversación. Y, aunque intente ahora contestarte
por escrito, mi respuesta será, no obstante, muy incomprensible, por-que
también al escribir el miedo y sus consecuencias me inhiben ante
ti, y porque la magnitud del tema excede mi memoria y mi entendi-miento.
"Para ti, el asunto fue siempre muy sencillo, por la menos por lo
que hablabas al respecto en mi presencia y también, sin discriminación,
en la de muchos otros. Creías que era, más o menos, así: durante tu
vida entera trabajaste duramente, sacrificando todo a tus hijos, en espe-cial
a mí. Por lo tanto, yo he vivido cómodamente, he tenido absoluta
libertad para estudiar lo que se me dio la gana, no he tenido que preo-cuparme
por el sustento, por nada, por lo tanto, y en cambio de eso, tú
no pedías gratitud (tú conoces como agradecen los hijos) pero espera-bas
por lo menos algún acercamiento, alguna señal de simpatía; por el
contrario, yo siempre me he apartado de ti, metido en mi cuarto, con
mis libros, con amigos insensatos, con mis ideas descabelladas; jamás
hablé francamente contigo, en el templo jamás me acerqué a ti, en
Franzenbad no fui jamás a visitarte, tampoco he conocido el senti-miento
de familia, ni me ocupé del negocio ni de tus otros asuntos, te
endosé la fábrica y te abandoné luego, apoyé a Ottla en su terquedad, y
mientras que por ti no muevo ni un dedo (si siquiera te traigo una en-trada
para el teatro), no hay cosa que no haga por mis amigos. Si haces
un resumen de tu juicio sobre mí, surge que no me reprochas nada que
sea en realidad indecente o perverso (excepto, tal vez, mi reciente
proyecto de matrimonio), sino mi frialdad, mi alejamiento, mi ingrati-tud.
Y me lo echas en cara como si fuese culpa mía, como si mediante.
un golpe de timón hubiese podido, dar a todo esto un curso distinto, en
tanto tú no tienes la menor culpa, salvo tal vez la de haber sido excesi-vamente
bueno conmigo.
"Esta consabida interpretación tuya me parece correcta sólo en lo
que se refiere a tu falta de culpa en cuanto a nuestro distanciamiento.
Pero también estoy yo igualmente exento de culpa. Si pudiera conse-guir
que reconocieras esto, entonces sería posible, no digo una vida
nueva -para ello los dos somos ya demasiados viejos-, pero sí una
especie de paz, no un cese, pero sí un atenuamiento de tus incesantes
reproches.
"Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo.
Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el
miedo que te tengo, y en parte porque en los fundamentos de ese miedo
entran demasiados detalles como para que pueda mantenerlos reunidos
en el curso de una conversación. Y, aunque intente ahora contestarte
por escrito, mi respuesta será, no obstante, muy incomprensible, por-que
también al escribir el miedo y sus consecuencias me inhiben ante
ti, y porque la magnitud del tema excede mi memoria y mi entendi-miento.
"Para ti, el asunto fue siempre muy sencillo, por la menos por lo
que hablabas al respecto en mi presencia y también, sin discriminación,
en la de muchos otros. Creías que era, más o menos, así: durante tu
vida entera trabajaste duramente, sacrificando todo a tus hijos, en espe-cial
a mí. Por lo tanto, yo he vivido cómodamente, he tenido absoluta
libertad para estudiar lo que se me dio la gana, no he tenido que preo-cuparme
por el sustento, por nada, por lo tanto, y en cambio de eso, tú
no pedías gratitud (tú conoces como agradecen los hijos) pero espera-bas
por lo menos algún acercamiento, alguna señal de simpatía; por el
contrario, yo siempre me he apartado de ti, metido en mi cuarto, con
mis libros, con amigos insensatos, con mis ideas descabelladas; jamás
hablé francamente contigo, en el templo jamás me acerqué a ti, en
Franzenbad no fui jamás a visitarte, tampoco he conocido el senti-miento
de familia, ni me ocupé del negocio ni de tus otros asuntos, te
endosé la fábrica y te abandoné luego, apoyé a Ottla en su terquedad, y
mientras que por ti no muevo ni un dedo (si siquiera te traigo una en-trada
para el teatro), no hay cosa que no haga por mis amigos. Si haces
un resumen de tu juicio sobre mí, surge que no me reprochas nada que
sea en realidad indecente o perverso (excepto, tal vez, mi reciente
proyecto de matrimonio), sino mi frialdad, mi alejamiento, mi ingrati-tud.
Y me lo echas en cara como si fuese culpa mía, como si mediante.
un golpe de timón hubiese podido, dar a todo esto un curso distinto, en
tanto tú no tienes la menor culpa, salvo tal vez la de haber sido excesi-vamente
bueno conmigo.
"Esta consabida interpretación tuya me parece correcta sólo en lo
que se refiere a tu falta de culpa en cuanto a nuestro distanciamiento.
Pero también estoy yo igualmente exento de culpa. Si pudiera conse-guir
que reconocieras esto, entonces sería posible, no digo una vida
nueva -para ello los dos somos ya demasiados viejos-, pero sí una
especie de paz, no un cese, pero sí un atenuamiento de tus incesantes
reproches.
Comentarios