
Él no está enamorado. No de la manera en la cual el corazón estalla en mil fragmentos de noche. No lo está de la forma en que te sumerges en el punto más trivial de sus facciones y de pronto, ya no puedes respirar. Por ahora, él está enamorado del amor, enamorado de la manera como lo empezaron a mirar las chicas. Dichoso enamoramiento hecho de unas cuantas piezas de baile, mensajes de texto y mucho chat.
Hace un par de semanas se negaba a ir a una celebración de quince años. Tras prometerle que no insistiría para que bailara o entablara conversación con ninguna de las asistentes, aceptó ir. Era la mesa más aburrida. Él era uno de los pocos chicos que no estaba en la pista de baile. Con algo de aburrimiento y displicencia, miraba a los danzantes sumergidos en los monótonos vaivenes del reggaeton. El baile siempre ha sido una metáfora más o menos explícita del ritual de cortejo y, expresa como pocas actividades humanas, el temperamento, la generosidad, el gregarismo o esa terca vocación de soledad de quienes terminan bailando consigo mismos. Pero tal vez eso forma parte del mundo que voy dejando.
Cuando él fue literalmente arrastrado a la pista de baile por la prima quinceañera. Predije que en cinco minutos estaría de vuelta refunfuñando y deseando regresar a casa cuanto antes. Me equivoqué. ¡Estaba bailando! Él que siempre asegura que no sabe bailar y que lo tiene sin cuidado… estaba bailando. Entre las luces sinuosas y las letras más que sugerentes del reggaeton me llegó su alegría. Años de buen teatro, música clásica y saludable lectura no son suficientes para retenerlo. Había descubierto el suave vértigo de un cuerpo femenino y no podía desprenderse del hechizo. Claro que este baile está eliminando el ritual del cortejo para convertirse en una alegoría del apareamiento; pero, aún así es enternecedor ver esos cuerpecillos casi infantiles jugando a un erotismo que asoma irreverente y balbuceante. Total, como diría el magnífico Toño Cisneros “Es difícil hacer el amor, pero se aprende”. Él está enamorado y yo tengo más horas para escribir.
Hace un par de semanas se negaba a ir a una celebración de quince años. Tras prometerle que no insistiría para que bailara o entablara conversación con ninguna de las asistentes, aceptó ir. Era la mesa más aburrida. Él era uno de los pocos chicos que no estaba en la pista de baile. Con algo de aburrimiento y displicencia, miraba a los danzantes sumergidos en los monótonos vaivenes del reggaeton. El baile siempre ha sido una metáfora más o menos explícita del ritual de cortejo y, expresa como pocas actividades humanas, el temperamento, la generosidad, el gregarismo o esa terca vocación de soledad de quienes terminan bailando consigo mismos. Pero tal vez eso forma parte del mundo que voy dejando.
Cuando él fue literalmente arrastrado a la pista de baile por la prima quinceañera. Predije que en cinco minutos estaría de vuelta refunfuñando y deseando regresar a casa cuanto antes. Me equivoqué. ¡Estaba bailando! Él que siempre asegura que no sabe bailar y que lo tiene sin cuidado… estaba bailando. Entre las luces sinuosas y las letras más que sugerentes del reggaeton me llegó su alegría. Años de buen teatro, música clásica y saludable lectura no son suficientes para retenerlo. Había descubierto el suave vértigo de un cuerpo femenino y no podía desprenderse del hechizo. Claro que este baile está eliminando el ritual del cortejo para convertirse en una alegoría del apareamiento; pero, aún así es enternecedor ver esos cuerpecillos casi infantiles jugando a un erotismo que asoma irreverente y balbuceante. Total, como diría el magnífico Toño Cisneros “Es difícil hacer el amor, pero se aprende”. Él está enamorado y yo tengo más horas para escribir.
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