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La PUCP más allá del poder intemporal


En tiempos en los cuales el sentido práctico de nuestro tiempo se introduce en la vida académica de la mayoría de universidades, observamos un progresivo descuido de los paradigmas de investigación, de criticidad, de sensibilidad y responsabilidad social y de los pilares de la ciudadanía. Católica es una de las pocas universidades privadas a contracorriente. Más allá de la admiración, cariño y nostalgia que me pueda inspirar la PUCP, sí estoy convencida que es necesaria para el país. En un concierto de propuestas académicas light, es importante que se mantenga una universidad que considere que el ejercicio de las habilidades superiores del pensamiento, la investigación y la búsqueda de la verdad.
Reproduzco el excelente artículo de Ricardo Uceda en torno al conflicto del que ya tanto se ha dicho.

"El Codigo Riva Agüero: Los bienes y los estatutos de la Universidad Católica son las claves de su enfrentamiento con el cardenal Juan Luis Cipriani"


"En Ciudad del Vaticano, ante la pregunta de una periodista de la agencia Zenit sobre las universidades católicas, el cardenal Juan Luis Cipriani respondió: –Nadie puede decir “este es un automóvil Toyota” si la fábrica Toyota no le pone la marca.

La frase explica una parte de las contradicciones que mantiene el Arzobispado de Lima con la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). El Vaticano es la Toyota, y le está exigiendo condiciones a la PUCP para que continúe llevando su marca. El rector, Luis Guzmán Barrón, acabará este año su quinto año de gestión y será el primero en la historia del centro de estudios que no ha sido reconocido por el Papa.

La disputa, por el lado eclesiástico, se centra en si la PUCP, fundada por un sacerdote de los Sagrados Corazones y laicos católicos, ha asumido o no en su integridad la Ex corde Ecclesiae, una Constitución para las universidades católicas que aprobó Juan Pablo II y que contiene principios y normas de obligatorio cumplimiento. En sus primeras décadas la PUCP dependía del arzobispo de Lima para sus decisiones fundamentales, pero desde el gobierno militar de los sesenta cambió de régimen para autogobernarse de acuerdo con la ley.

“Los militares le expropiaron la Universidad Católica a la Iglesia”, ha dicho Cipriani. “Y a diferencia del resto de expropiaciones –añadió–, acá no ha habido devolución”. Desde que fue nombrado arzobispo, en 1999, Cipriani busca que la PUCP respete el orden canónico, un objetivo que, según su posición, no tuvieron sus antecesores, Luis Vargas Alzamora y Juan Landázuri Ricketts.

Luego de que la universidad fuera declarada “pontificia” por el Vaticano, en 1942, Landázuri fue nombrado Gran Canciller, un cargo que ahora es honorario y que antes seleccionaba la terna de candidatos para que el Papa nombrara al rector, designaba al pro-rector y aprobaba cualquier obligación económica importante.

Pero en sus memorias (Recuerdos de un pastor al servicio de su pueblo, Realidades, 1994), en el capítulo dedicado a la PUCP, Landázuri pasa por el período militar sin escribir una línea sobre el salto de la institución al mundo laico. El conflicto que resalta es el que lo llevó a renunciar al cargo de Gran Canciller, en 1973, cuando, según escribió, “un profesor y alta autoridad quebró su matrimonio y contrajo otro compromiso”. Aludiendo, sin identificarlo, al abogado Jorge Avendaño, Landázuri añadió:“Renunció a un cargo administrativo, pero persistió en retener la cátedra, lo que la universidad no evitó. Pensé que no podía avalar esta situación y renuncié a ser Gran Canciller”.

Fue la mayor crisis entre la PUCP y la Iglesia católica, hasta la de hoy. Avendaño, que es un prestigioso miembro de la Facultad de Derecho y representa legalmente a la PUCP, pudo quedarse en la universidad por el apoyo de los profesores y los alumnos. En cuanto a Landázuri, poco antes de su retiro aceptó volver a ser Gran Canciller.

Monseñor Augusto Vargas Alzamora tampoco hizo cuestión de estado. Cuando en 1991 fue promulgada Ex corde Ecclesiae, contribuyó para que los estatutos de la universidad se adecuaran a esta Constitución encuadrada en el derecho canónico, y como arzobispo de Lima dio su visto bueno a un conjunto de reformas aprobadas en 1998. Él mismo participó en la asamblea universitaria correspondiente, aprobando los cambios y presidiendo la mesa de honor.

Pero Vargas Alzamora no pudo evitar que Juan Luis Cipriani fuera designado como nuevo arzobispo de Lima, luego de que renunciara al cargo en enero de 1999, al cumplir 75 años. Antes de su retiro se le escuchó referir que el Primer Ministro del Vaticano, Ángelo Sodano, le había asegurado que no nombrarían a alguien confrontacional, y que hasta podría quedarse excepcionalmente un tiempo más como arzobispo. En realidad Sodano, sostienen fuentes del Episcopado, jugaba con Cipriani y con el Opus Dei.

En la PUCP, en un ambiente antifujimorista, el nuevo cardenal era percibido como un aliado del régimen y un enemigo de los derechos humanos, pero hubo cordialidad cuando el rector Salomón Lerner lo reconoció como Gran Canciller en abril de ese año, ante el claustro reunido. En su discurso, Cipriani resaltó que la universidad sea considerada “una de las mejores, si no la mejor, del Perú”.

En privado, sin embargo, no ocultaba su preocupación por la catolicidad de la universidad. “Es demasiado laica”, decía. A continuación el cardenal solicitó a Lerner una oficina para el Gran Canciller en los ambientes del Rectorado. Lerner respondió que los estatutos de la universidad no permitían una figura de ese tipo. Según una versión no confirmada –y negada por una fuente del Arzobispado–, deseaba también dar el visto bueno al nombramiento de autoridades académicas.

–Fui a una reunión donde nos explicaron eso –dijo para este artículo un profesor–. ¿Te imaginas a Cipriani aprobando nombramientos? Este no por comunista, este no por divorciado, este otro no por gay…

De todos modos, Salomón Lerner aceptó discutir con el cardenal una posible modificación de estatutos aceptable para el Vaticano. Acordaron formar una comisión: Cipriani nombró a tres delegados y el rector a otros tres. Entre junio, julio y agosto de 1999, se reunieron en siete ocasiones, y lo que resultó de aquellos encuentros, o más bien lo que no resultó, tuvo mucho que ver con los acontecimientos posteriores.

El 10 de junio de 1999, cuando comenzaron las reuniones en las oficinas del Centro Cultural de la PUCP, en San Isidro, el ambiente era de cordialidad. Así fue hasta el final. Todos se conocían, todos eran colegas, algunos hasta amigos. El ex Primer Ministro del período democrático de Fujimori, Alfonso de los Heros, integraba la delegación del cardenal junto con el vicerrector de la Universidad de Lima, Augusto Ferrero, y el experto en derecho de familia Fernando Varsi. Representaban al rector de la PUCP el ex decano de la Facultad de Derecho Lorenzo Zolezzi y los abogados Miguel de Althaus y Rogelio Llerena. En aquella primera vez quedaron definidos los puntos sobre los que giraría la discusión.

En las siguientes reuniones fueron perfilándose los asuntos en los que podía haber consenso. Era factible, por ejemplo, en lo tocante a las funciones del Gran Canciller, para el que se destinaba un papel honorario, aunque el cardenal quería enfatizar más su rol de fortalecimiento del carácter católico de la universidad. Era posible consensuar la elección del rector. Si bien no iba a ser elegido por el Papa, podía establecerse que la Asamblea Universitaria escuchara, antes de nombrarlo, la opinión del Gran Canciller. Tampoco sería problemático el tema de la catolicidad de los profesores. Los delegados de la PUCP aceptaron que se comportaran de acuerdo con las normas del derecho canónico, que exige “rectitud en la doctrina” e “integridad de vida”.

El grupo no pudo avanzar en tres puntos en los que, finalmente, no habría acuerdo. Los abogados del Arzobispado planteaban que la PUCP asumiera íntegramente el Código Canónico y las normas del Vaticano en materia de educación, o sea la Ex corde Ecclesiae, cuando la Universidad considera que tiene totalmente asumidos esos principios desde 1998. Querían además que el Vaticano aprobara los cambios estatutarios, y que el cardenal diera su aprobación a la compra y venta de bienes de la universidad. La PUCP, sin embargo, no quería dejar su carácter de persona jurídica de derecho privado canónico, que habla por sí misma y con su discurso no compromete a la Iglesia católica. Y que, además, maneja con independencia sus bienes. Respecto de las normas del Vaticano, preferían aceptar varias específicas, incorporándolas a sus estatutos, a admitir generalidades que los entregaban al derecho canónico.

Cuando las sesiones se dieron por concluidas, Cipriani hizo un informe a Roma, y se abrió un largo de período de silencio sobre los estatutos. El gran detalle fue que en ningún momento se había hablado del testamento en el que José de la Riva Agüero dejó sus bienes a la universidad.

A fines del 2005, la PUCP deseaba desalojar al Colegio Peruano Chino Juan XXIII de un terreno e instalaciones que le pertenecían. En 1975 la universidad se lo había cedido en uso gratuito por treinta años. El plazo se venció, así que el colegio tenía tres caminos: o pagaba arriendo, o compraba, o se iba. Todo estaba muy claro, salvo una circunstancia: en realidad, la PUCP había cedido los bienes al Arzobispado, y el Arzobispado los entregó al colegio. De modo que cuando la universidad invitó al Juan XXIII a negociar, su directora, Ángela León, le contestó que con quien debía hacerlo era con el cardenal.

La decisión fue adoptada por el cardenal Juan Landázuri y el rector de entonces, Felipe Mac Gregor. Landázuri había recibido el pedido de otro franciscano como él, el obispo italiano Orazio Ferruccio, quien tras haber estado preso y torturado en China recibió la misión de evangelizar en el Perú de labios del mismísimo Juan XXIII. Aprobó todo una junta administradora de los bienes legados por José de la Riva Agüero a la PUCP –a los que correspondía el inmueble– en la que un designado por el arzobispo tenía voto. Pero, a diferencia de lo que ocurrió en 1975, la universidad ya no le reconocía validez a esta junta, e incluso consideraba que carecía de vigencia cuando se hizo la cesión. Por eso quería entenderse directamente con el colegio.

Cuando los abogados del Arzobispado contemplaron la situación, quisieron saber más sobre sus atribuciones en la junta. Al final, el colegio, la PUCP y el Arzobispado no se pusieron de acuerdo, y el abogado de la universidad, Jorge Avendaño, pidió a un juzgado expedir una orden de desalojo. Antes de que la sangre llegara al río el colegio compró el inmueble por dos millones y medio de dólares, y el conflicto entre la PUCP y el Juan XIII concluyó para siempre. El de la universidad con el arzobispado, sin embargo, no hacía sino comenzar.

El cardenal Cipriani sabía que el Arzobispado participaba en una junta de administración de los bienes que dejó Riva Agüero a la universidad, pero no había examinado los detalles. No conocía el marco jurídico ni había visto papeles. Recién al conocer el problema con el Juan XXIII supo que sus relaciones con la Universidad Católica podían tomar otro cariz.

El 20 de octubre de 1944, a los 59 años, Riva Agüero se sintió mal luego de un almuerzo en Barranco, y por la noche tuvo un ataque de hemiplejia. Murió cuatro días después en el cuarto piso del hotel Bolívar, donde vivía solo desde hacía cuatro años, asistido por una criada española y un mayordomo suizo. Mientras tanto, por todo Lima y sus alrededores seguían reconstruyéndose sus numerosas casas y fincas, casi todas afectadas por el terremoto de 1940. Había pensado mucho en lo que ocurriría con esos bienes. A lo largo de los años y según distintos estados de pensamiento, hizo múltiples disposiciones testamentarias, algunas veces rectificando indicaciones anteriores. En estos documentos describió sus funerales por anticipado y en forma minuciosa. En el momento de ser enterrado, en sus manos había un crucifijo de marfil y en su pecho, su insignia de catedrático de la PUCP. El ataúd de acero estaba cubierto por la bandera de la universidad.

Hijo único, soltero y solitario, al mismo tiempo que un gran sitial como político e intelectual tenía una de las mayores fortunas del Perú. Nadie de su sangre había tan cercano como para entregársela. Su madre y su tía más directa estaban muertas. No tenía hijos. A los 41 años, había redactado un testamento que permitía a San Marcos –donde estudió y era maestro– recibir sus bienes si sus tíos Enrique Riva Agüero y Rosa Julia de Osma ya hubieran muerto. Durante mucho tiempo subsistió la versión de que este era un testamento secreto que en algún momento vería la luz, demostrando al país quiénes eran los verdaderos herederos. Pero en 1993 acabó con el mito el candidato a bachiller en Derecho Carlos Carpio, al hallar en un armario del Instituto Riva Agüero una inédita copia mecanografiada del otorgamiento. Era de 1926. Aunque nunca llegó a formalizarse, el escrito revela qué universidad estaba más cerca de su corazón por entonces. En 1933 dictó su primer testamento válido, declarando como beneficiaria a la PUCP.

¿Qué ocurrió en esos siete años? Por un lado, renunció a su cátedra de Historiadores del Perú en San Marcos por la intromisión estudiantil en el nombramiento de los profesores. Por otra parte, era ateo y se convirtió en católico fervoroso. En 1934 renunció al Gabinete para no promulgar las leyes del divorcio: “No debo ni quiero, en mi calidad de Ministro de Justicia, ordenar la publicación y cumplimiento de mandatos condenados por mi razón y execrados por mi fe”. En 1938, mucho más vinculado a la PUCP, dictó otro testamento que incluyó nuevas disposiciones sobre su herencia.

En el testamento de 1933, consignó que la PUCP sería su heredera, y que una junta administradora de sus bienes se los entregaría en propiedad absoluta veinte años después de su muerte. Entretanto, podía usufructuarlos. A su vez, el testamento de 1938, ratificando la condición de heredera de la PUCP, estableció una junta administradora perpetua de los bienes para el sostenimiento de la universidad y para cumplir “encargos, legados y mandas” que testamentos cerrados establecieron: celebración de misas, cuidado de tumbas, obras pías. Estaba previsto que con el correr de los años los dos únicos miembros de esta junta serían el rector de la PUCP y una persona elegida por el Arzobispado de Lima.

Para la PUCP, las disposiciones últimas complementan las de 1933. En su visión, al haberse cumplido en 1964 veinte años del fallecimiento del benefactor, la propiedad absoluta pasó a ser de la universidad, sin derechos de un tercero sobre la gestión, y la “junta perpetua” solo tiene atribuciones para realizar los encargos menores de Riva Agüero. El Arzobispado, en cambio, sostiene que el testamento de 1938 le otorga el derecho de nombrar a uno de los dos miembros que deberían administrar para siempre los bienes donados.

Los juicios comenzaron en el 2006, mientras se disolvía el problema entre la PUCP y el colegio Juan XXIII. Entre febrero y octubre el rector Guzmán-Barrón y el cardenal Cipriani mantuvieron un intenso cruce de cartas sobre las potestades de la junta administradora. En junio, ante un pedido de Cipriani, llegó al Arzobispado un cúmulo de actas, entre ellas una del 13 de julio de 1994, por la que el rector Salomón Lerner y Carlos Valderrama, el miembro designado por el arzobispo Vargas Alzamora, dejaban sin efecto la competencia de la junta para la administración de los bienes. Cipriani y su abogado Henry Bullard miraron por primera vez el documento. En los próximos tres años se convertiría en el meollo de la controversia.

El 25 de octubre de 1994, cuando se cumplían cincuenta años de la muerte del benefactor de la PUCP, Carlos Carpio, el mejor alumno de la Facultad de Derecho, sustentó su tesis de grado. Su título: “Análisis jurídico de las disposiciones testamentarias de don José de la Riva Agüero y Osma”. El maestro de la tesis fue Jorge Avendaño, quien en su informe dio fe de la excelencia del trabajo.

Carpio concluyó que la PUCP era heredera única y universal del patrimonio de Riva Agüero, desde el primer momento de su fallecimiento, pero con la necesidad de contar con una junta perpetua de administración. Demostró además, con un memorándum inédito, que esa fue la posición oficial que asumió la universidad durante la gestión del rector Fidel Tubino.

–La tesis era buena –dice ahora el abogado de la PUCP Jorge Avendaño–, pero como ejercicio de interpretación. No comparto esa conclusión. Un maestro de tesis no tiene que estar de acuerdo con el ponente.

Avendaño presentó un recurso de amparo ante un juez civil luego de que un representante del arzobispo, Walter Muñoz, exigiera una rendición de cuentas total y la revisión del acuerdo Lerner-Valderrama del 13 de julio de 1994. Muñoz, según la demanda, habría violado derechos constitucionales de la PUCP. De propiedad, porque se atribuye para sí el derecho de la universidad a decidir libremente sobre sus bienes. De inmutabilidad de acuerdos, porque desconoce la decisión vinculante celebrada entre Valderrama y Lerner. Y de autonomía universitaria, porque sus exigencias afectan la libertad de la PUCP para administrarse.

Un juez de primera instancia declaró improcedente el recurso en octubre del mismo año, al considerar que Muñoz no era una amenaza para la PUCP: sin objetar su condición de propietaria, pidió, sencillamente, que se reuniera una junta capaz de revisar sus acuerdos. La PUCP apeló, considerando que el juez ignoró la carencia de atribuciones de Muñoz, y la Corte Superior desestimó su pedido. Una queja contra esta decisión ha sido rechazada por la Corte Suprema, mientras el Tribunal Constitucional alista un fallo sobre el asunto de fondo referido a la presunta violación de derechos constitucionales. En la vía civil hay dos demandas contrapuestas, dirigidas a interpretar los testamentos. Entre el amparo y estos procesos, el conflicto judicial podría demorar varios años.

No existe información confiable respecto de cómo ejerció sus funciones la junta administradora de los bienes de Riva Agüero en los primeros años de su mandato. El testador había designado como titulares a tres personalidades de su confianza, y a otros tantos suplentes para cuando los primeros murieran o estuvieran impedidos, y ordenó finalmente que cuando ya no quedara ninguno disponible la conformaran el rector y alguien designado por el arzobispo de Lima. El último sobreviviente de los nombrados originalmente, Francisco Mendoza y Canaval, renunció en 1957, y recién entonces comenzó la coadministración entre el rector y el que elegiría el arzobispo. En la práctica, sin embargo, la universidad no tuvo contraparte.

El cardenal Landázuri designó a Germán Ramírez Gastón, el tesorero de la PUCP. Las reuniones de la junta eran un despacho entre el rector y su administrador. En 1964, cuando se cumplieron veinte años de la muerte de Riva Agüero y era el momento –de acuerdo con la tesis de la PUCP– de que por disposición del testamento de 1933 la junta administradora entregara los bienes a la universidad, nadie se ocupó de que aquello ocurriera. No hay registros de ninguna interpretación jurídica de entonces que contradijera la continuación de la gestión conjunta. Pero con los años empezaron a surgir problemas por la doble contabilidad. La comercialización de lotes del fundo Pando y Plaza San Miguel, la operación económica más importante de la PUCP, no se registró en sus libros sino en los de la junta. Varios informes de auditores externos aconsejaron pasar todos los registros de los bienes a los libros de la universidad, y dejar en la contabilidad de la junta solo los arrendamientos de casonas, que servirían para pagar las misas y limpiar los mausoleos conforme lo había dispuesto Riva Agüero.

Cuando Ramírez Gastón renunció, en 1993, el cardenal Augusto Vargas Alzamora nombró a Carlos Valderrama, un experto en Derecho eclesiástico y profesor de la universidad. Pero Valderrama nunca asumió que representaba al arzobispo. Su interpretación jurídica era que, una vez designados, los albaceas ejercen de por vida, actúan de acuerdo a su propio criterio y solo pueden ser reemplazados si renuncian. Al mismo tiempo era asesor del cardenal en el Arzobispado, y se reunía con él dos veces por semana para hablar de todo menos de los bienes de la universidad. Ese año aprobó, con el rector Hugo Sarabia, la venta de una casa que tuvo Riva Agüero en el jirón Puno, cuyo importe serviría para que la PUCP terminara de construir el Centro Cultural de San Isidro. De allí para adelante solo se concentró en vigilar el cumplimiento de las mandas del testador con el producto del arriendo de las casonas.

El 13 de julio de 1994 Valderrama suscribió con el rector Lerner la famosa acta que declara a la universidad en posesión absoluta de los bienes heredados. El texto añade que la PUCP debía continuar administrándolos de acuerdo con el testamento de 1933, y que la adecuada interpretación de la última voluntad de Riva Agüero al crear una junta fue la de asegurar los recursos para perpetuar las mandas. Valderrama ha dicho en privado que la decisión fue consultada con el cardenal Vargas Alzamora. El recurso de amparo de la PUCP sostiene que habiendo transcurrido diez años del acuerdo, el mismo es ininpugnable de acuerdo con el sistema jurídico peruano. –Yo creo que ese fue un acuerdo dictado por motivos políticos, ante el inminente retiro de monseñor Vargas Alzamora, y, no me sorprendería, adoptado en fecha posterior a la que figura en el acta –dijo para este artículo un prominente miembro del Opus Dei–. No lo podemos probar, pero no se explica por qué el documento recién aparece doce años después.

En el 2000 Cipriani escribió al rector designando al abogado Henry Bullard como miembro de la junta, pero Valderrama, fiel a su tesis de que su nombramiento era perpetuo, se mantuvo en su función. Renunció un año después, pero Bullard tampoco pudo asumir. La PUCP puso a la junta en la congeladora mientras el país se conmocionaba con la caída de Fujimori y el estallido de múltiples denuncias de corrupción.

Entre otros bienes muebles e históricos de gran valor, la PUCP heredó dos fundos, once fincas y dos terrenos. Hasta la donación, prácticamente no tenía bienes. Ahora mismo, 65 años después de la muerte de su benefactor, el terreno y edificaciones del antiguo fundo Pando, donde están sus instalaciones, representa el cincuenta por ciento de su patrimonio, de 250 millones de dólares. La inversión inmobiliaria en Plaza San Miguel, de unos 80 millones, fue levantada sobre propiedades que fueron de Riva Agüero. Además, la PUCP cuenta con el inmueble de Centrum Escuela de Negocios, en Santiago de Surco; el Edificio Esquilache, con 5.800 m2 de oficinas y parqueos, en San Isidro; cuatro edificios de institutos de idiomas en Pueblo Libre, San Isidro, San Borja y La Molina; la Casa Riva Agüero, local del Instituto Riva Agüero, en Lima; la Casa O’Higgins, local del museo PUCP, en el mismo distrito; la Casa Plaza Francia y la Casa Camaná, donde funcionan diversos institutos académicos, también en Lima, entre los más importantes.

Si el Arzobispado gana el juicio, en buena medida tendría un peso decisivo sobre la gerencia de la universidad. Su demanda enumera 75 propiedades de la PUCP, cada una de las cuales sería inscrita en registros públicos con el cargo de una coadministración.

A diferencia del conflicto judicial, la controversia religiosa tiene plazos y contornos más imprecisos. Para las actuales autoridades los estatutos ya están adecuados a Ex corde Ecclesiae, pero admiten la posibilidad de una nueva reforma, siempre y cuando ni sus bienes ni su gobierno dependan del Vaticano, y específicamente de Juan Luis Cipriani.

El cardenal no es objeto de simpatías entre profesores y alumnos. En el 2003, cuando por última vez fue a inaugurar el año académico como Gran Canciller, los representantes estudiantiles se retiraron de la sala. A su vez, en el 2007, Cipriani se negó a celebrar la misa por los noventa años de la universidad, y tampoco permitió la presentación del auto sacramental La vida es sueño por la PUCP en el atrio de la Catedral de Lima.

La universidad está fuertemente influida por los jesuitas, rivales históricos del Opus Dei dentro de la Iglesia. Si la herencia de Riva Agüero permitió el desarrollo económico de la universidad, los jesuitas le imprimieron solvencia académica y la convirtieron en una fábrica de profesionales interesados en el manejo del Estado, sobre todo en las áreas de Derecho y Ciencias Sociales, donde proliferaron izquierdistas. Por allí pasaron buena parte de los marxistas conocidos, pero también Alan García, Lourdes Flores y el empresario Roque Benavides, que preside la asociación de egresados. En el 2006, la mayoría de los candidatos presidenciales habían estado en la universidad.

Los dos planos del conflicto, el religioso y el legal, coexisten públicamente. El 9 de junio el Arzobispado reveló que la Asamblea de la Conferencia Episcopal Peruana, por unanimidad, acordó enviarle una carta a la PUCP reclamándole adecuación a los principios de la Ex corde Ecclesiae. Otra vez el mismo pedido de que su vinculación con la Iglesia y la naturaleza eclesiástica de su patrimonio queden expresamente plasmadas en sus estatutos. –Es una cuestión de obediencia –dijo una fuente del Arzobispado–. Si son católicos, deben obedecer a la Iglesia.

La PUCP respondió recordando que ya se regían por los principios de la Ex corde Ecclesiae, pero el acuerdo de los obispos fue tomado por unanimidad, en la misma Asamblea en la que monseñor Cipriani perdió por tercera vez las elecciones para ser presidente de la Conferencia Episcopal Peruana. Monseñor Miguel Cabrejos, el arzobispo de Trujillo, le ganó por un voto. Cabrejos encabeza una corriente que contrapesa al cardenal, y que posiblemente también jugará un rol en el conflicto de mayores proporciones que se avecina".

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