Es lunes. Algo de pereza. La ilusión de leer el artículo que espero cada semana. Es bueno empezar la semana con esta abrigadora rutina. Recuerdo a mi querida amiga Virginia Vílchez y leo la agenda que puntualmente publica cada semana. Tiene una queda y solitaria perseverancia. Hace dos años que tomamos un cafecito, tejimos mil proyectos y, como siempre, no volví. Tanto ruido de todas partes. Una canción resiste el bullicio de esta mañana. Arturo Cavero interpretando Cada domingo a las doce. Lo recuerdo comprando libros en una feria universitaria. Conversamos un rato. Compró uno de los míos al ver mi fotografía. Le agradecí el gesto y haberme ayudado en días anteriores cuando mi habitual torpeza provocó un verdadero estropicio de cajas de libros en el piso. Talento, sentimiento, nobleza y caballerosidad. Así vivirá en mi memoria.
A continuación, les presento un artículo que expresa lo que quería decir. De modo que los libro de mis balbuceos y comparto con ustedes la precisa nota de Alonso Cueto.
"Algunas veces, en sus shows, el 'Zambo’ Cavero se detenía para anunciar que la música peruana era “solo para gente selecta”. La frase no era casual en alguien que se sentía privilegiado por su devoción a la cultura criolla, a la que enriqueció. Hubo siempre en él algo de señor en el centro de un mundo. Su aspecto gigantesco que lo hacía parecer un Pavarotti criollo lo empequeñecía todo a su lado. Su voz potente, sin adornos y remilgos, contagiaba a sus oyentes de una sensación de verdad. Su generación, la de ”scar Avilés y Augusto Polo Campos, es la de un culto a la música sin concesiones. Tenía un humor cunda y afectuoso, el de las personas exoneradas del cinismo y la indiferencia: el humor de un tipo con esquina que, sin embargo, rezaba y cargaba el anda ataviado con el manto morado. Su raza contradijo la noción generalizada del afroperuano bailarín y alegre –tan respetable, por lo demás– y nos ofreció más bien la del trovador melancólico y profundo. Y fue de los pocos cantantes de origen popular que han escuchado y celebrado todas las clases sociales peruanas. Sin embargo, en su melancolía no había tristeza sino elegancia y hondura. Quizá su mundo ha desaparecido o está por desaparecer, y no debe sorprendernos que así sea. Vivió desde una Lima hecha de reuniones en casas que ignoraban los horarios y las normas, con rituales de amanecidas entre cervezas, conversaciones y música, en una armonía de afectos en la que no pasaba el tiempo. Su voz pertenecía a esa galería de la nobleza criolla. Fue un optimista militante de la vida, y en especial de la vida peruana. Lo seguiremos escuchando. Va a hacernos falta siempre. " Artículo reproducido del diario Perú 21.
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