
Me confieso devota lectora de José Saramago. La primera obra que leí de él fue El evangelio según Jesucristo y fue un acontecimiento pues tenía todo lo que mi nostalgia oteaba en tanta y tanta novela contemporánea. Sus paisajes interiores, su correctísima irreverencia, su ser seducido por los grandes temas de la filosofía, ese tono intemporal que nos sumerge in illo tempore en el que las utopías colectivas tienen oportunidad ya sea una micro colectividad como es la familia en La caverna o una colectividad formada por el dolor de la deshumanización como ocurre en Ensayo sobre la ceguera.
La luz de Saramago se dirigió a nuestra razón y al hacerlo, tocó las fibras más profundas de nuestra sensibilidad postmoderna. Extrañaremos su lucidez, esa manera de desembozar las verdaderas raíces de los males sociales. Extrañaremos que sacuda nuestro ser hurgando por la indignación ante los atropellos de nuestro tiempo. Claro que lo vamos a extrañar, pero están sus libros, su pensamiento, su valor, el sosegado timbre de su palabra hermosa como una espada en el aire.
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