
A continuación, les presento un fragmento de la novela "Cara sin rostro" del joven narrador Pablo Rodríguez Mariátegui. Esperamos sus próximas entregas.
—Consumí marihuana por primera vez recién pasado a cuarto de secundaria, a los dieciséis años, en un parque caleta a pocas cuadras del cine Balta. Estábamos yendo a la vermouth. ¿Qué película íbamos a ver? ¡Ya, ya me acordé! El camaleón… El camal… El cam… ¿En qué estaba? ¡Ah! Sí, mis dos patazas del colegio, el flaco Nicolás, que le decíamos Nicagando, Mateo y yo estábamos en un parque, ¿no? En eso Mateo sacó, de su billetera con pegapega, su carnet escolar, que dentro de la mica tenía un huiro todo toffee. Ante la invitación dudé, digamos que fracciones de segundo, pues en ese instante miles y miles de fotogramas y parlamentos empezaron a sucederse ante mí, uno tras otro: que «las drogas son malas, hijito», que «le hacen mucho daño a tu cerebro, tú que eres tan inteligente», que «te queman neuronas», que… ¡Cuánto rollo! «¡Ya, qué miércoles! Estoy con mis amigos, Mateo y Nicolás. Además, una vez que fume, ¡qué!, ¿me voy a morir?» Un par de toques y no sentí nada.
—¿No sentiste nada?
—¿No sentí nada? Después de quince minutos reventó la estoneada en mi cabeza y comencé a alucinar de todo. Sentí que la tierra era succionada hacia un abismo negro, mientras que desde el cielo divisaba fascinado, cada vez más alta, más lejana, salida de su órbita, la luna. Ese anochecer me pareció distinto. Ante la inmensidad de la nada, nada éramos. Apenas, quizá, un soplo de vida en medio de tanta quieta inexistencia. De repente, mis pies se habían pegado al suelo. No podía moverme. Vi a la gente y los edificios caminar en dirección contraria a mí. ¿Adónde iban? ¡Qué loco! Y mis patas, me refiero a Mateo y a Nicolás, no estaban por ningún lado. Me habían dejado. ¡Pucha, y yo con esta secona!
—¿Qué hiciste entonces?
—¿Que qué hice para caminar si no podía? Tomé un poco de coca–cola y se me empezaron a mover los pies. «¡Nicolás! ¡Mateo! ¡Espérenme!» Yo aún estaba afuera del cine y ellos adentro. No quería más que reunirme con mis amigos. En eso, un chibolo empezó a chillar: «¡Maaa, mira a ese chico!» «No puedo, hijo. ¿No quieres que te compre cancha? ¡Déjame hacer la cola entonces!» Y se armó todo un chongo en plena calle. «¡Tong, tong, tong! ¡Canchita, canchiiita…! Caballero, caballera, cómprenles canchita a sus hijos», pregonaba este alucinado pechito, mientras otros hacían todo tipo de comentarios: «Oiga, joven, tenga más cuidado, por favor.» «Uyuyuy, qué tal desconectada la de ese patita.» «Hermano, ni te metas, que el compadrito tiene una pinta de achorado… ¡Ja, ja, ja!» Pero mis poderes telepáticos funcionaron a la perfección, pues, ya en el cine, encontré rápidamente a Mateo y a Nicolás. Sin que ellos abrieran la boca para pasarme la voz, sabía que estaban esperándome en la última fila de esa mezzanine toda apestosa y destartalada. Qué vaina, el cine estaba lleno. No quería disputar con nadie el brazo del asiento y me jodía ese ruidito que mi vecino pudiera hacer con su bolsa de papitas fritas. ¿La película? Full. Me proyecté bien. El locazo del Woody Allen se desdobla dentro de los personajes de la historia. «Woody, soy yo, Francisco. ¿Me oyes? Dime si me oyes pues, loco.» El patín me miró desde la pantalla y, de repente…, ¿qué?, ¡se convirtió en mí! Pucha, que me pasé pal culo. Hasta creí que era el papa y, a punta de «en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo», bendije a mis amigos y al resto del público.
—¿No sentiste nada?
—¿No sentí nada? Después de quince minutos reventó la estoneada en mi cabeza y comencé a alucinar de todo. Sentí que la tierra era succionada hacia un abismo negro, mientras que desde el cielo divisaba fascinado, cada vez más alta, más lejana, salida de su órbita, la luna. Ese anochecer me pareció distinto. Ante la inmensidad de la nada, nada éramos. Apenas, quizá, un soplo de vida en medio de tanta quieta inexistencia. De repente, mis pies se habían pegado al suelo. No podía moverme. Vi a la gente y los edificios caminar en dirección contraria a mí. ¿Adónde iban? ¡Qué loco! Y mis patas, me refiero a Mateo y a Nicolás, no estaban por ningún lado. Me habían dejado. ¡Pucha, y yo con esta secona!
—¿Qué hiciste entonces?
—¿Que qué hice para caminar si no podía? Tomé un poco de coca–cola y se me empezaron a mover los pies. «¡Nicolás! ¡Mateo! ¡Espérenme!» Yo aún estaba afuera del cine y ellos adentro. No quería más que reunirme con mis amigos. En eso, un chibolo empezó a chillar: «¡Maaa, mira a ese chico!» «No puedo, hijo. ¿No quieres que te compre cancha? ¡Déjame hacer la cola entonces!» Y se armó todo un chongo en plena calle. «¡Tong, tong, tong! ¡Canchita, canchiiita…! Caballero, caballera, cómprenles canchita a sus hijos», pregonaba este alucinado pechito, mientras otros hacían todo tipo de comentarios: «Oiga, joven, tenga más cuidado, por favor.» «Uyuyuy, qué tal desconectada la de ese patita.» «Hermano, ni te metas, que el compadrito tiene una pinta de achorado… ¡Ja, ja, ja!» Pero mis poderes telepáticos funcionaron a la perfección, pues, ya en el cine, encontré rápidamente a Mateo y a Nicolás. Sin que ellos abrieran la boca para pasarme la voz, sabía que estaban esperándome en la última fila de esa mezzanine toda apestosa y destartalada. Qué vaina, el cine estaba lleno. No quería disputar con nadie el brazo del asiento y me jodía ese ruidito que mi vecino pudiera hacer con su bolsa de papitas fritas. ¿La película? Full. Me proyecté bien. El locazo del Woody Allen se desdobla dentro de los personajes de la historia. «Woody, soy yo, Francisco. ¿Me oyes? Dime si me oyes pues, loco.» El patín me miró desde la pantalla y, de repente…, ¿qué?, ¡se convirtió en mí! Pucha, que me pasé pal culo. Hasta creí que era el papa y, a punta de «en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo», bendije a mis amigos y al resto del público.
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