
15 de julio, un día para recordar, extrañar, leer o releer a Roberto Bolaño. Aquí tienen un fragmento de Una novelita lumpen. A mí me encanta este cuadro, ojalá que también a ustedes.
"¿Qué esperaba? En aquel tiempo debía de estar algo loca, pues esperaba lágrimas.
Eso era lo que esperaba. Pero no hubo ni una sola lágrima. Llamaron a mi puerta, varias veces, noche tras noche, pero ninguno de ellos lloró.
A veces, mientras lavaba una cabeza o mientras barría el pasillo de la peluquería, los imaginaba aguardándome en casa, armados de una paciencia que no era de este mundo o al menos no del mundo que yo conocía, sin hacer nada más que ver la televisión, mientras mi hermano y yo trabajábamos y llevábamos comida y pagábamos lo que había que pagar. Los imaginaba sentados en el sofá, en silencio, o los veía haciendo flexiones y toda esa clase de ejercicios que ellos hacían para mantener la musculatura, sobre la alfombra o junto al balcón que daba a la piazza Sonnino, mientras el día moría lentamente y la luz de la luna iba creciendo en intensidad, hasta inundar con una luz cegadora el último rincón de la noche.
No se van a ir nunca, pensaba entonces.
Otras veces pensaba: se irán sin avisar, un día llegaremos y ellos ya no estarán.
Pero al volver a casa siempre estaban. La casa reluciente, pues ellos se ocupaban, permanentemente animosos, de hacer todo lo que antes me tocaba hacer a mí. Animosos, he dicho, con buena disposición, aunque yo sabía perfectamente que esa disposición era falsa, tan falsa como la mía, una disposición de apariencia alegre que escondía una sensación de vacío, de tristeza y desconsuelo ante nuestra propia reacción frente al vacío. Sin embargo trabajaban en la casa. La comida siempre estaba preparada. El lavabo repasado con lejía. Las habitaciones hechas. Como si a través de estos gestos me estuvieran diciendo: no somos unos inútiles, parecemos unos inútiles pero no lo somos, al contrario, si estuviera en nuestras manos haríamos todo lo posible para que fueras feliz.
Una vez a la semana, en ocasiones dos, los dejaba entrar a mi habitación. No necesitaba decir nada, me bastaba con mostrarme algo más locuaz de lo habitual o mirarlos de forma intensa (o lo que a mí entonces me parecía una forma intensa de mirar) y ellos captaban de inmediato que aquella noche podían visitarme y encontrarían la puerta abierta."
Eso era lo que esperaba. Pero no hubo ni una sola lágrima. Llamaron a mi puerta, varias veces, noche tras noche, pero ninguno de ellos lloró.
A veces, mientras lavaba una cabeza o mientras barría el pasillo de la peluquería, los imaginaba aguardándome en casa, armados de una paciencia que no era de este mundo o al menos no del mundo que yo conocía, sin hacer nada más que ver la televisión, mientras mi hermano y yo trabajábamos y llevábamos comida y pagábamos lo que había que pagar. Los imaginaba sentados en el sofá, en silencio, o los veía haciendo flexiones y toda esa clase de ejercicios que ellos hacían para mantener la musculatura, sobre la alfombra o junto al balcón que daba a la piazza Sonnino, mientras el día moría lentamente y la luz de la luna iba creciendo en intensidad, hasta inundar con una luz cegadora el último rincón de la noche.
No se van a ir nunca, pensaba entonces.
Otras veces pensaba: se irán sin avisar, un día llegaremos y ellos ya no estarán.
Pero al volver a casa siempre estaban. La casa reluciente, pues ellos se ocupaban, permanentemente animosos, de hacer todo lo que antes me tocaba hacer a mí. Animosos, he dicho, con buena disposición, aunque yo sabía perfectamente que esa disposición era falsa, tan falsa como la mía, una disposición de apariencia alegre que escondía una sensación de vacío, de tristeza y desconsuelo ante nuestra propia reacción frente al vacío. Sin embargo trabajaban en la casa. La comida siempre estaba preparada. El lavabo repasado con lejía. Las habitaciones hechas. Como si a través de estos gestos me estuvieran diciendo: no somos unos inútiles, parecemos unos inútiles pero no lo somos, al contrario, si estuviera en nuestras manos haríamos todo lo posible para que fueras feliz.
Una vez a la semana, en ocasiones dos, los dejaba entrar a mi habitación. No necesitaba decir nada, me bastaba con mostrarme algo más locuaz de lo habitual o mirarlos de forma intensa (o lo que a mí entonces me parecía una forma intensa de mirar) y ellos captaban de inmediato que aquella noche podían visitarme y encontrarían la puerta abierta."
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